Esta semana ha tenido lugar un acontecimiento de gran
relevancia histórica, al decir de sus protagonistas: la fusión de Izquierda
Unida con Podemos, con la aspiración de convertirse en la mayor fuerza política
que represente a la izquierda de nuestro país por delante del PSOE, y hasta el
gobierno del “cambio”. El pacto se escenificó en la Puerta del Sol de Madrid.
Ni Pablo Iglesias ni Alberto Garzón se han resistido a considerarse herederos
del movimiento de 15M surgido allí mismo hace 5 años.
Sin embargo, el recuerdo más vivo de lo que allí presencié
yo entonces lo constituyen las continuas asambleas que se celebraban para buscar
soluciones a los problemas de la ciudadanía, que luego se extendían al resto de
las ciudades, a los barrios, a los “círculos” en los que se quisiera promover
la democracia “real” o directa. Pero aquello pronto se desvaneció y dio paso a
un vertiginoso afán, por parte de los promotores de tan extraordinarias movilizaciones,
de constituir nuevas formaciones ideológicas que recogieran toda la fuerza de
las mareas que se estaban produciendo.
Constituyendo, a partir de ahí partidos que han alcanzado
las alcaldías hasta en capitales de provincia y la presidencia de comunidades
autónomas, incluso habiendo podido formar una coalición que trajera consigo un
nuevo gobierno en nuestro país (evitándose las nuevas elecciones que tendrán
lugar el próximo 26 de junio), los nuevos dirigentes han tenido una oportunidad
excepcional para devolver la voz al pueblo que se la dio, o al menos consultar sobre
cada una de sus acciones más importantes. Pero para lo único que han promovido
debates o han realizado consultas (y solo a sus afiliados), ha sido para verse
reafirmados como líderes y para formar coaliciones entre ellos, mostrándose a
cada momento empeñados sobre todo en alcanzar las mayores cotas de poder
posible para gestionarlo después como consideren más oportuno.
En consecuencia, este que se ilusionó y creyó que era
posible una nueva forma de hacer política, a tenor de los acontecimientos, se
ha ido viendo cada vez más decepcionado. Y sigue pensando que no, que no nos
representan. Y continúa convencido de que la mejor acción en este sentido es la
que surge del diálogo entre las personas (debidamente informadas y cuantas más mejor), y que la toma de
decisiones siempre ha de hacerse a partir de los resultados del mismo.
Hay que seguir intentándolo.